Robó tu alma mientras las palmas
de sus manos me mostraron el infierno. Su amor por ti fue una tremenda farsa.
Una farsa de la que quiso que fuera partícipe. Buscó mi aliento más de una
tarde de aquél largo año. Más no lo encontró. Movía el frágil candil de la
entrada, ese que el jorobado guardián colocó más allá del alcance de nuestras torpes
manos. Mas mi silencio encontró una y otra vez. Solo un día me acerqué. Abrí la
puerta y le miré fríamente. Se acercó lentamente e intentó besarme. Buscó una
mirada cómplice pero puse el freno de mano. ¿Qué esperaba?
Tú mientras estabas en casa. Sola,
agotada y con la cena preparada para los dos, encima de aquella vieja mesa de
madera que tantos recuerdos guardaba bajo el tapete de la abuela. Solo de
pensarlo se me encogía el alma.
Siguió insistiendo, una y otra
vez. Al menos, tres veces cada semana. Yo cerraba puertas y ventanas. Hasta que
aumentó la frecuencia de sus temibles visitas. Comencé a sentir verdadero
pánico. ¿Qué podría pasar si conseguía entrar? ¿De qué sería capaz? No quise
seguir imaginando. Comencé a realizar un ritual. Cada tarde, a eso de las siete
y media, encendía mi radio y me colocaba los cascos. Al ritmo de salsa y
boleros, contemplaba el péndulo del reloj que presidía la chimenea. Esperaba de
esta forma que llegaran las nueve. A esa hora ya era seguro que él habría
llegado a su casa. A tu casa. Contigo, a cenar.
Pasó un verano y otro más. Y al
llegar el segundo otoño sucedió. Eran las ocho de la tarde de un miércoles. Yo
esperaba sentada, con la música y mirando el reloj. Escuché gritos que mis
boleros no consiguieron apaciguar. Apagué la radio y le escuché. Era él.
Gritaba como un loco. –¡Ha desaparecido!, ¡ha desaparecido!- así, una y otra
vez. Decidí salir. Pensé que hablaba de ti. Abrí la puerta y me encontré a un hombre ensangrentado con la
boca desencajada que comenzaba a reír. Se reía de mí. –¡No eres tan lista como
pensaba- se abalanzó sobre mí e intentó ahogarme. No sé cómo lo hice pero saqué
fuerzas y conseguí liberarme. Corrí y alcancé un bloque de hierro con el que
pude golpearle. Cayó y de repente cesó el miedo, la angustia y el dolor.
Comencé a correr, casi sin aliento hacia tu casa. Abrí la puerta y allí estabas
tú. Con el mandil puesto, la cena en la mesita de madera, y tu característica
sonrisa de oreja a oreja. No sabías nada… Ahora tocaba explicar. –Ven, siéntate
que te tengo que contar.