miércoles, 30 de julio de 2014

SIÉNTATE QUE TE CUENTO


Robó tu alma mientras las palmas de sus manos me mostraron el infierno. Su amor por ti fue una tremenda farsa. Una farsa de la que quiso que fuera partícipe. Buscó mi aliento más de una tarde de aquél largo año. Más no lo encontró. Movía el frágil candil de la entrada, ese que el jorobado guardián colocó más allá del alcance de nuestras torpes manos. Mas mi silencio encontró una y otra vez. Solo un día me acerqué. Abrí la puerta y le miré fríamente. Se acercó lentamente e intentó besarme. Buscó una mirada cómplice pero puse el freno de mano. ¿Qué esperaba?

Tú mientras estabas en casa. Sola, agotada y con la cena preparada para los dos, encima de aquella vieja mesa de madera que tantos recuerdos guardaba bajo el tapete de la abuela. Solo de pensarlo se me encogía el alma.

Siguió insistiendo, una y otra vez. Al menos, tres veces cada semana. Yo cerraba puertas y ventanas. Hasta que aumentó la frecuencia de sus temibles visitas. Comencé a sentir verdadero pánico. ¿Qué podría pasar si conseguía entrar? ¿De qué sería capaz? No quise seguir imaginando. Comencé a realizar un ritual. Cada tarde, a eso de las siete y media, encendía mi radio y me colocaba los cascos. Al ritmo de salsa y boleros, contemplaba el péndulo del reloj que presidía la chimenea. Esperaba de esta forma que llegaran las nueve. A esa hora ya era seguro que él habría llegado a su casa. A tu casa. Contigo, a cenar.

Pasó un verano y otro más. Y al llegar el segundo otoño sucedió. Eran las ocho de la tarde de un miércoles. Yo esperaba sentada, con la música y mirando el reloj. Escuché gritos que mis boleros no consiguieron apaciguar. Apagué la radio y le escuché. Era él. Gritaba como un loco. –¡Ha desaparecido!, ¡ha desaparecido!- así, una y otra vez. Decidí salir. Pensé que hablaba de ti. Abrí la puerta y  me encontré a un hombre ensangrentado con la boca desencajada que comenzaba a reír. Se reía de mí. –¡No eres tan lista como pensaba- se abalanzó sobre mí e intentó ahogarme. No sé cómo lo hice pero saqué fuerzas y conseguí liberarme. Corrí y alcancé un bloque de hierro con el que pude golpearle. Cayó y de repente cesó el miedo, la angustia y el dolor. Comencé a correr, casi sin aliento hacia tu casa. Abrí la puerta y allí estabas tú. Con el mandil puesto, la cena en la mesita de madera, y tu característica sonrisa de oreja a oreja. No sabías nada… Ahora tocaba explicar. –Ven, siéntate que te tengo que contar.

 

 

1 comentario:

Carmen dijo...

Me has dejado intrigada!!!