Llegaste así, casi por sorpresa.
Tu dulce mirada me produjo un tremendo escalofrío. No fue pasión lo que sentí
en aquél momento. Tampoco se trataba de una atracción sexual. Más bien fue
ternura. Te sentí frágil, introvertida, inocente… Pero llena de bondad y
dulzura. Mientras otros disfrazan con edulcorante esa actitud, a ti te nacía de
dentro. Esa sensación te hacía parecer muy bella. Resplandeciente.
Tras unos segundos que me parecieron
minutos, regresé a la tierra. Entonces vi que también sonreías y me dabas las
gracias. ¿Por qué? ¿Qué habría hecho yo para merecer tan bella palabra que
sonaba armoniosa al pronunciar tus labios? Gracias. Gracias a ti por aparecer
en mi vida. Por sonreírme, por mirarme, por hablarme. Por ser yo la persona
elegida para responderte esa pregunta. Una pregunta que motivó ese primer cruce
de miradas.
Han pasado más de 40 años pero tú
sigues ahí. Tan bella como siempre. No has perdido tu dulce mirada. Me admira
la capacidad que tienes para seguir mirándome así. Cada día, desde aquél
instante, doy gracias a un gracias que cambió nuestras vidas.
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